Sin Papeles

--"Si", había dicho otra vez la señora de urgencias, "el formulario E-111 es imprescindible".

--"Pero llevo tarjeta de crédito; incluso podría pagar en efectivo, sólo yendo al cajero automático", dije yo.

Eso lo había dicho ya por lo menos, otra dos veces, pero la discusión ya se había apagado. Lo repetí para expresar mi desesperación, esperando llegar a su sentido de la realidad. Esperando probablemente que mis palabras podrían traspasar el muro burocrático, simbolizado por esta ventanilla tan alta, que imponía, por su importancia, a cualquiera en la sala de espera. No había nada más que decir. La miré atentamente. Su cara no tenía el más leve rastro de duda: Toda seguridad. Bloqueo completo.

Era muy temprano por la mañana. Había poca gente en urgencias. Ya entraban compañeros y funcionarios. Comenzaban las discusiones matutinas, la rutina con la que los colegas se crean cada día un nuevo ambiente social, intercambiando lo que ha pasado desde ayer. Llegó la hora del cambio del equipo de noche por el equipo normal y completo.

Por la ausencia del formulario E-111, ella no había podido acabar con el proceso de darme de alta. No pudo inscribirme en ninguna lista de espera para cualquier servicio. La urgencia de mi caso no había bastado, ni para alarmar al equipo de ambulancia, ni para alterar la regla de que, por encima de todo, las formalidades administrativas son previas a cualquier tratamiento médico. En mi caso el E-111 era el documento clave.

-"Vamos a ver", interrumpí el bloqueo, y me retiré a una silla, en la sala, esperando el nuevo desarrollo de los acontecimientos con la llegada del equipo regular.

Aparentemente, ella también sentía el bloqueo, o se dio por vencida. Volvió a pensar, probablemente, en lo que había dicho tantas veces, a todos los extranjeros normales que llevaban el formulario europeo E-111, que éste era el perfecto equivalente europeo de nuestra tarjeta de la seguridad social, que todo estaba muy bien organizado, que todo funcionaba perfectamente, sólo con mostrar esto, que en una urgencia no se admitían pagos en efectivo, y aún menos por tarjeta de crédito: "¡No somos una tienda comercial!"

Es posible que no pensara nada de esto, y que estuviera organizando con toda tranquilidad sus papeles para el cambio de equipo, satisfecha con su situación, muy confiada: Ella arriba detrás de su ventanilla y los pacientes abajo en la sala de espera.

Esperaba en este silencio matutino. Recordando cómo, la noche antes, muy tarde, al final de mi paseo, me había caido y me había roto la muñeca. Cómo, poco a poco, me había dado cuenta de mi situación, ya desde el momento en que me encontré en la tierra fría, enfrente de mi casa: aislado en un pequeño pueblo en la costa de Fuerteventura, a unos 15 Km de Corralejos donde hay probablemente urgencias, y a unos 50 Km de la capital, Puerto del Rosario, donde estaba seguramente el hospital de la isla. Imposible llegar a ellos sin ayuda. Hice vendas de una funda de almohado y otras cosas que pude encontrar para inmovilizar la muñeca. Traté mi choque con un baño caliente, y dormí bien. Esa mañana, muy temprano, con una mano al volante, había llegado aquí, a urgencias de Corralejos.

Entretanto ya había llegado el resto del equipo regular. Estaban todavía hablando. Cada vez, con la entrada de la siguiente chica, se repetían las mismas historias. Oía cada vez el sonido de 'E-111', pero no entendía el total. 

Entró un hombre con aspecto de jefe, o de doctor. El también fue incorporado a la conversación y me echó una ojeada, pero, a diferencia de los otros, se me acercó diciendo:

--¿Ud. es un sin papeles?

Pronunció este 'sin papeles' tan expresivamente, como si fuera un título, que me recordó inmediatamente la discusión en los periódicos de las últimas semanas. Había habido una desatención --hasta dejarlos morir sin ayuda-- de unos inmigrantes ilegales, lo que resultó en unas instrucciónes del gobierno, para que, en ningun caso, los institutos españoles de ayuda, pudieran negar la ayuda elemental: sin papeles o no. Sería inhumano.

--"Sí", le respondí sonriendo como si me hubiera contado un chiste, "tiene razón, de alguna manera, sin querer, soy un sin papeles. He leído los periódicos sobre este asunto."

--"Por eso", me dijo, sin participar en el aspecto jocoso de mi respuesta, "vamos a ayudarle, pero, mínimamente. Siento que sea por debajo de nuestro estándar, pero, se lo aseguro, será médicamente correcto, créame", y se despidió amablemente, pero volvió añadiendo:

--"Eso es lo único que podemos hacer para garantizar la ayuda sin retraso innecesario".

No me atreví a repetir mi oferta del efectivo o de la tarjeta de crédito; hubiera sido una ofensa o hubiera estropeado esta solución tan creativa y elegante.

Instruyó a las chicas, y ellas me invitaron a la ventanilla para darme de alta. La médica que me asesoró, y la enfermera que hizo el yeso, repetían bromeando las palabras claves, como disculpándose: por debajo de nuestro estándar, pero médicamente correcto. Hicieron la radiografía, constataron que era una rotura de verdad, pero una con buen pronóstico. Eso, finalmente, me dio el alivio que llevaba tantas horas esperando, y me hizo recobrar la tranquilidad interior que había perdido la noche antes por el miedo de perder una mano habil. Hicieron, por fin, un buen yeso.

Estaba aún hablando con las chicas de mi alivio profundo cuando me había enterado, por fin, de que era una rotura con buen pronóstico, cuando se me acercó otro hombre, también con aspecto de jefe. Se disculpó con muchas excusas y sin embargos complicados, que no entendí por completo, pidiéndome que firma una promesa de pago. 

--"Sólo una formalidad", dijo, "no hay cuenta. Acato las órdenes del doctor". 

Lo firmé sonriendo, lo que provocó en él un gran alivio, porque dio un suspiro profundo. Probablemente un alivio tan grande como el mío media hora antes. Me confesó en voz baja, casi como congraciándose conmigo:

--"Sabe Ud., soy el jefe de administración".

San Sebastián de la Gomera, miércoles, 03 de marzo de 1999



© 1999 G.H.A. van Eyk, escritor itinerante.