Proyecto de clase con María de los Angeles VILASAU, profesora,

James School of Language, San Sebastián de La Gomera, España

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Milan Kundera, La Ignorancia, Capítulos 7-11

Primera resumen, corregido 12/11/2000

Capítulo 7

Gustaf conoció a Martin por una negociación comercial. A Irena la conoció cuando ya era viuda. Se gustaron, pero eran tan tímidos que solo cuando Gustaf supo que Martin era de la misma edad que él, le animó a cortejar a su bella esposa mucho más joven.

Él veneraba a su madre muerta, toleraba a sus dos hijas ya adultas y había huido de su mujer. Había preferido alejarse permanentemente de Suecia. Irena tenía dos hijas, también a punto de independizarse. Gustaf le compró un estudio a la mayor y encontró en Inglaterra un internado para la pequeña de modo que Irena podía acogerle en su casa.

La bondad de Gustaf era el rasgo principal de su carácter. Las mujeres creían falsamente que esa bondad era para la seducción. No era así, era más para defenderse. Niño querido de su mamá, era incapaz de vivir solo sin los cuidados de las mujeres, pero tampoco soportaba sus riñas y llantos. Para poder conservarlas, y a la vez huir de ellas, les arrojaba obuses de bondad. Protegido por la explosión podía retirarse.

Primero Irena estaba desconcertada ante esa bondad. ¿Cómo devolvérsela? No encontró otra recompensa que enarbolar ante él su deseo. Fijaba en él la mirada hasta que ésta se hiciera algo inmenso, algo innombrable.

No había conocido el placer del amor antes de encontrar a Martin. Luego había dado a luz y huyó a Francia con la segunda en el vientre. Poco después Martin murió. Pasó penosos años obligándose a aceptar cualquier trabajo. Pasaron los años. En carteles y portadas de revistas en los quioscos las mujeres se desnudaron, las parejas se besaron y los hombres se exhibieron en calzoncillos. En medio de esto, su cuerpo deambulaba por las calles, apartado, invisible.

Por eso el encuentro con Gustaf había sido toda una fiesta. Por fin alguien apreciaba su cuerpo, y, gracias a su encanto, un hombre le pedía compartir la vida con él. En medio de este encantamiento su madre la sorprendió.

En esa misma época empezó vagamente a sospechar que él no buscaba en ella una aventura, sino un descanso. No nos equivocamos, su cuerpo permanecía tocado, pero en ella crecía la sospecha de que era menos tocado de lo que se merecía.

Capítulo 8

El comunismo en Europa se extinguió exactamente doscientos años después de iniciarse la revolución francesa. La primera fecha dio la luz a El Emigrado (el Gran Traidor o el Gran Sufridor, según se mire). La segunda retiró al Emigrado de la escena europea. Como si el cineaste del subconsciente colectivo hubiera puesto fin a su producto más original, el de los sueños de emigración. El primer regreso de Irena a Praga, para unos días, tuvo lugar, durante esta época.

Hacía mucho frío, pero al cabo de tres días, inesperada y precozmente, llegó el verano. Como no se había llevado sino su traje de chaqueta grueso, fue a comprarse un vestido de verano. Volvió a encontrar los mismos tejidos y los mismos cortes que había conocido en la época comunista. Se sintió incómoda. Era difícil decir por qué. No eran feos, ni estaban mal cortados, pero le recordaban la austeridad en el vestir de su juventud: Provinciano, sin elegancia, propio de una maestra de pueblo. Acabó por comprar el vestido por casi nada y se lo llevó puesto, con el traje de chaqueta en una bolsa para salir a la calle donde hacía un calor excesivo.

Luego se encontró inesperadamente ante un inmenso espejo y se quedó atónita. ¡No era ella, era otra persona! Mirándose más detenidamente en su nuevo vestido sí era ella, pero viviendo otra vida, la vida que hubiera tenido si se hubiera quedado en su país. Esa mujer era conmovedora hasta las lágrimas, digna de compasión, débil y sometida.

Se apoderó de ella el pánico de sus sueños de emigración. La fuerza mágica de un vestido la había aprisionado en una vida que rechazaba y de la que no sería capaz de salir. Como si al principio de su vida adulta hubiera tenido ante sí varias vidas posibles entre las que eligió la que la había llevado a Francia. Como si esas vidas siguieran acechándola celosamente. Como si una de ellas se hubiera apoderado ahora de ella. Como si la hubiera encerrado en su nuevo vestido como en una camisa de fuerza.

Corrió asustada a la casa de Gustaf para cambiarse. De vuelta a su traje de chaqueta vió que el cielo ya se había cubierto. Sólo unas horas de calor le habían gastado una pesadilla, le habían hablado del horror del regreso. Aquellos sueños y sus trampas seguían allí acechándola a cada paso. Siempre a punto para aprisionarla.

Capítulo 9

La epopeya de Ulises contiene una curiosa contradicción. Duranta la ausencia de Ulises los ítacos conservaron muchos recuerdos de él, pero no le añoraban, mientras Ulises sí sentía el dolor de la añoranza sin acordarse de nada.

Se entiende esta contradicción si se repara en que la memoria, para funcionar bien, necesita de un incesante ejercicio. Se debe evocar los recuerdos una y otra vez en las conversaciones. Eso hacían los ítacos así como los emigrados agrupados en colonias de compatriotas. Ulises e Irena, que no frecuentaban a sus compatriotas, cayeron en la amnesia. Cuanto más languidecía Ulises, más olvidaba. La añoranza no intensifica la memoria, se basta a sí misma, absorbida como está por su propio sufrimiento.

Después de casarse con Penélope los cortesanos le abrumaban con todo lo que recordaban de él antes de que se fuera a la guerra. Iban machacándole con lo que había ocurrido durante su ausencia. Lo que más esperaba era que le pidieron que contara sus aventuras, pero esto nunca lo hicieron.

Una vez de vuelta, Ulises se dio cuenta de que la esencia de su vida la encontró fuera de Ítaca, en sus veinte años de adanzas por el mundo. Sólo pudo reencontrar ese tesoro contándolo.

En Feacia había sido un extraño. A un misterioso desconocido se le pregunta: "¿Quién eres? ¿De donde vienes? ¡Cuenta! Y él contó durante ocho largos días y reconstruyó sus aventuras. En Ítaca no era un extraño, era una de ellos y a nadie se le ocurrió decirle: "¡Cuenta!".

Capítulo 10

Había ojeado sus antiguas agendas con nombres medio olvidados. Había reservado una sala en un restaurante. Había comprado viejo burdeos para sorprender a sus invitados porque en Bohemia no se bebe buen vino. Estaba lista para celebrar con una fiesta la recuperación de la amistad.

Sus amigas se sintieron incómodas con las botellas hasta que una de ellas, orgullosa de su simplicidad, proclamó su preferencia por la cerveza. La demás se adhirieron y llamaron al camarero. Con su caja de vino había puesto en evidencia tontamente lo que las separaba. Al rechazar el vino la rechazaron a ella tal como había regresado después de tantos años. No quiso acomplejarse con esa pequeña metedura de pata y la consideró como una manera simpática de sincerarse. Recordaba que la cerveza es la bebida de la sinceridad, el filtro que disuelve toda la comedia de los buenos modales. Las mujeres a su alrededor no paraban hablar, derrochaban buenos consejos y elogiaban a Gustaf. Levantaron las jarras y brindaron a la salud de Irena, la hija pródiga.

Se había ido de allí siendo una inocente jovencita y ahora había regresado hecha una mujer madura con una vida difícil tras de sí de la que se sentía orgullosa. Quería hacer lo que fuera para que ellas la aceptaran con las experiencias, con sus convicciones y sus ideas. Era tómalo o déjalo. Había organizado ese encuentro como punto de partida. Que bebieran cerveza le dio igual, lo que le importaba era elegir ella misma el tema de conversación y conseguir que la escucharan.

Pero esto se probó imposible. Las mujeres hablaban todas a la vez y era casi imposible entabler una conversación, y menos aún imponerle un contenido. En cuanto sus comentarios de alejaban de las preocupaciones de ellas, nadie la atendía.

Había tomado solo unos modestos sorbos de cerveza. Había perdido la costumbre de tragar abundantes cantidades de líquido como lo exige el culto a la cerveza. Cuando se llevaba la jarra a la boca y se esforzaba por beber dos, tres tragos de golpe, una mujer, la mayor de todas, le dijo que no se esforzara y le propuso que tomaran juntas vino porque era una tontería perderse un tinto tan bueno. Se dirigió al camarero para que abriera una de las botellas que permanecían intactas.

Capítulo 11

Irena ya había reconocido a Milada cuando entró, pero sólo ahora, cuando cada una tenía su copa de vino en la mano, pudo hablar con ella. Milada había sido colega de Martin. Daba la impresión de no haber cambiado, solo cuando empezó a hablar su rostro transformó de repente, su piel se plegó y replegó y su labio superior se cubrió de finas ranuras verticales.

Cuando dijo empáticamente que el regreso nunca era fácil, Irena explotó diciendo que ellas no podían comprender que se habían marchado sin la menor esperanza de volver y que habían hecho un esfuerzo por arraigarse allí donde fueron. Habían vivido como en un túnel de trescientos años, sin ninguna esperanza de llegar al fin.

Milada había dicho secamente que había sido lo mismo a su lado del telón de acero lo que había instado a Irena a preguntarse por qué nadia quería saberlo. Milada había respondido que ya se habían rectificado sus sentimientos porque la Historia no los había autorizado. Sin embargo, Irena había continuado su litanía de decepciones con la miseria que había vivido.

Milada la había interumpido diciendo que no tenía sentido contarles todo eso. Hace bien poco la gente se había peleado por probar quién había padecido más en el antiguo régimen. Después la gente se había jactado de tener éxito, no de sufrir padecimiento. Si la gente había estado dispuesta a respetarla no había sido porque su vida hubiera sido difícil, sino porque había visto a su lado a un hombre rico.

Como si se hubieran recriminado no ocuparse lo suficiente de su anfitriona, las demás se habían acercado y las habían rodeado. Le mujer que antes había reclamado la cerveza había exclamado que de todos modos tendrían que probar el vino de Irena. Habían llamado al camarero para que volviera a descorchar las otras botellas y llenara las copas. Eso había provocado en Irena una visión conocida: Una de sus sueños de emigración con un grupo de mujeres corriendo hacia ella con jarras de cerveza en la mano y riendo ruidosamente, y el terror de no estar en Francia sino en Praga, y de estar perdida. Pero aquellas mujeres ya no habían bebido cerveza sino vino, y habían brindado otra vez más por la hija pródiga.

Una de ellas le había dicho sonriendo, y mostrando su dentatura postiza, que le ya había escrito que era hora de volver. Por fin Irena había reconocido a esta mujer que se había pasado la velada hablando de la enfermedad de su marido deteniéndose en los detalles más morbosos. Había sido su amiga del colegio, la misma que, en efecto, ya a la semana de caer el comunismo, le había escrito que volviera.

Las demás mujeres la habían avasallado con preguntas sobre recuerdos antes de su emigración. Irena había comprendido que sus preguntas estaban destinadas a comprobar si había recordado lo que ellas habían recordado. Hasta entonces no se habían interesado por lo que ella había intentado contarles, lo que le había dejado una impresión como si hubieran intentado hilvanar su antiguo pasado con su vida actual. Como si le hubieran amputado las pantorillas y le hubieron unido las rodillas a los pies.

Sin embargo las mujeres se habìan mostrado radiantes y de buen humor y habían empezado a cantar, y, una vez terminada la fiesta, habían seguido cantando.

En la cama, Irena dio un repaso a la velada. Volvió su sueño con las mujeres que levantaban sus jarras de cerveza. En el sueño estaban al servicio de la policia secreta y tenían orden de capturarla pero se preguntaba en que servicio las mujeres estaban en aquel momento. ¿Cuál había sido el papel de esta mujer de las historias morbosas?, la que le había advertido de que el tiempo apremiaba y de que la vida debía terminar donde había empezado.

Milada se había mostrado amistosa porque ella había comprendido que a nadie le interesa su odisea, pero, tampoco Milada se había interesado por ella. Le había dicho, sin atisbo de comedia, que no iba interesarse por algo que no guardaba relación con su propia vida.

Pensaba también en Sylvie, su amiga francesa. Le habría gustado contarle su viaje y la dificultad del regreso. Quería decirle que era posible volver a vivir entre las checas a condición de que todo lo que había vivido con los franceses lo pusiera en el altar de la patria y le prendiera fuego para que se hiciera puro humo durante una ceremonia sagrada. Las mujeres cantarían y bailarían alrededor de la hoguera, leventando sus jarras de cerveza. Sería el precio que habría que pagar para que se lo perdonaran.